Homilía en la Santa Misa del XX domingo durante el año
Vamos llegando al final del discurso del Pan de Vida en este capítulo 6 del evangelio de san Juan. El domingo que viene vamos a tener la conclusión.
Estamos ya en la parte más importante de este capítulo. Jesús ha mostrado que el que cree en él no tendrá más hambre ni más sed, y que él es el Pan de Vida que da la Vida.
Ahora no sólo se trata de creer en él como alimento para nuestra vida. Ahora dice que “hay que comer de su carne y beber de su sangre” para tener Vida en nosotros.
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¿Cómo se entiende el comer y beber a Jesús? Recordemos que los sacrificios judíos terminaban con la comida, donde la víctima sacrificada se compartía, para tener comunión con Dios. Aquello que se ofrece a Dios se comparte como comida esperando unirse más a Dios y recibir su perdón, su misericordia y su gracia.
Sin embargo, esos sacrificios no dejaban de ser animales o vegetales.
Jesús hoy dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él.” Ya no son necesarios los sacrificios de animales o vegetales, porque Jesús mismo se hizo sacrificio y víctima de comunión entre Dios y los hombres.
Y acá nos encontramos con un nombre y dos frutos del Sacramento de la Eucaristía: la comunión.
La Eucaristía, presencia real, sacramental de Jesucristo en la Iglesia, se llama también comunión, porque realiza y manifiesta la comunión entre Dios y los fieles, y de los cristianos entre sí.
Jesús se hace alimento para que vivamos la unión íntima con él y la unidad entre nosotros, para poder amar como él, servir como él, perdonar como él. ¡Qué difícil se les hace a aquellos hermanos que no pueden recibir la Sagrada Comunión! ¡Y qué difícil aquellos que, recibiéndola, no somos capaces de dar los frutos que el Señor espera que demos!
La presencia sacramental de Cristo en la Eucaristía, por medio de la comunión, se vuelve permanencia en el alma del cristiano, y promesa de vivir para siempre con el Señor.
Podemos decir que cada vez que comulgamos nos convertimos en “sagrarios vivientes”, pero no para guardarnos a Jesús para nosotros, sino para imitarlo viviendo para los demás: para llevarlo como María.
Algunas preguntas para ayudarnos:
¿Creo de verdad lo que recibo en la Eucaristía? ¿Creo de verdad que lo que se me proclama es la Palabra de Dios? ¿Creo de verdad que al acercarme a la Mesa de los hijos, estoy comiendo a Jesucristo bajo las humildes apariencias del pan y del vino?
¿Cómo vivo mi comunión con Cristo? En todo mi ser: en mis pensamientos, palabras, acciones, criterios, sentimientos, etc. ¿Me hago uno con él?
¿Cómo vivo mi comunión con los demás, especialmente con los hermanos? ¿Estoy atento a ser uno con ellos?
El jueves pasado celebramos la asunción de María al Cielo. La Madre de Dios es la Madre de la Iglesia: toda del Señor y toda de los hombres. En ella se cumple lo que Jesús nos promete: que permanece siempre en nosotros. Que la Virgen Ssma. nos ayude a vivir una profunda comunión con Dios y con los hermanos.