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Recibir al Señor para proclamar su alabanza

Homilía en la Santa Misa de la fiesta de la Presentación del Señor, que sustituye al IV domingo durante el año


Queridos hermanos, a muchos de nosotros esta Santa Misa nos encuentra en nuestras vacaciones de verano, buscando el descanso, el reposo, la vida familiar, los amigos y, de seguro, un mayor tiempo para el encuentro con el Señor. Quizás la experiencia que vamos teniendo en estos días vaya un poco a contratiempo de lo que vamos a meditar en esta predicación, pero está bueno dejarnos interpelar por la Palabra del Señor.


Escuchamos en el Santo Evangelio cómo el Señor Jesús, cuarenta días después de su nacimiento, cumpliendo con las normas de la Ley de Moisés, es presentado por sus padres en el Templo, ofreciendo el rescate de primogénito varón. De hecho, María y José sólo pudieron costear la ofrenda de los pobres (dos pichones de paloma) pero aún así lo hicieron. La carta a los hebreos, proclamada como segunda lectura, nos ayuda a relacionar esta fiesta con la Navidad: Dios que se hace en todo semejante a nosotros menos en el pecado, asumiendo toda la realidad humana.



Y en esa ocasión, aparecen dos personas a alabar a Dios por lo que ven y oyen: dos ancianos, Simeón y Ana. Ambos servían a Dios y aguardaban que Dios le dé consuelo a Israel por tanto sufrimiento. Eran grandes profetas, testigos de esperanza. No se cansaron de esperar y buscar al Mesías.


Cuando María y José entran con el Niño, inmediatamente lo reconocen porque habían aguardado con esperanza. Se cumple entonces la profecía de Malaquías que leemos como primera lectura: «enseguida entrará en su Templo, el Señor que ustedes buscan».


Tratando de bajar la Palabra a nuestra vida, me pregunto (y les comparto la inquietud): ¿buscamos al Señor? ¿Nos damos cuenta las veces que entra a nuestra vida? ¿Somos buscadores inquietos, testigos de esperanza, esperando ansiosos su presencia? ¿Lo sentimos, siquiera, en esta Misa después de ser alimentados por su Palabra, al punto de ser alimentados por su Eucaristía? ¿Lo sentimos presente entre nosotros tal como él mismo nos prometió? ¿Tenemos la actitud de Simeón y Ana?


Quizás peque de pesimista, pero a veces siento que no somos conscientes de la presencia del Señor, de que «entra» realmente a nuestra vida. Estamos distraídos en mil preocupaciones, embarrados en mil ideologías, enfrentados en mil conflictos. Y María y José pasan llevando a Jesús y ni nos damos cuenta. «Enseguida entrará en su Templo, el Señor que ustedes buscan»... ¿lo buscamos? ¿a quién? ¿a Dios? ¿a qué Dios? ¿al que es o al que me fabrico? Siento que a los únicos que buscamos es a nosotros mismos.


Permítanme ahora usar una imagen muy elocuente. ¿Saben cuál es la diferencia entre un vidrio y un espejo? El vidrio me permite ver más allá, ver a los demás, ver a los que van por la calle, ver a los que son distintos a mí, o (como se dice en filosofía) a los que son no-yo. En cambio el espejo es todo lo contrario: sólo me permite verme a mí y (con cierta deformación) a los que permito que estén a mi lado. y, ¿saben cómo se hace un espejo? Un espejo es un vidrio al que se le agrega un capa metálica que se logra con un material, oh casualidad, nitrato de plata. O sea, que cuando pongo delante del vidrio la plata: sólo me veo a mí mismo y a la realidad que quiero ver.


Esa plata no se refiere solamente al dinero (aunque sí principalmente). También a los cercos ideológicos y a las presunciones temerarias que me pongo delante, que me cierran al diálogo, que favorecen la violencia, que no me permiten mirar lo distinto, que me fabrican microclimas ilusorios. Vidrio más plata, igual: yo, yo y más yo.



Queridos hermanos, que esta santa fiesta de la Presentación del Señor nos invite a abrir nuestra vida a la novedad que el Señor nos trae, para poder proclamar sus alabanzas y compartir la alegría del Evangelio con todos, sin encerrarnos, sin poner muros.

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