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Escuchar y proclamar

Foto del escritor: Claudio Matías Barrio De LázzariClaudio Matías Barrio De Lázzari

Homilía en la Santa Misa del XXIII domingo durante el año


El mundo globalizado en tantas cosas, genera al mismo tiempo una marginación egoísta de pueblos y de individuos. Nuestra ciudad, tan grande y con tantos medios de transporte y de comunicación, paradójicamente muchas veces parece aislarnos. En la misma familia, pocas veces parece haber lugar para el encuentro y  el diálogo. Hoy, la Palabra de Dios, quiere hablarnos al corazón e invitarnos a caminar.

 

En el evangelio proclamado, le acercan a Jesús un sordo que además no podía hablar. Es decir, una persona aislada, incomunicada salvo por lo que miraba. Imposible escuchar ni pronunciar palabra.

 

Dice Marcos que Jesús lo lleva aparte, quiere estar a solas con él, separarlo de la multitud que esperaba un milagro fantástico, de imposición de manos y curación rápida. Se encuentra con él, personalmente, cara a cara. Jesús sabe cómo tratar a una persona con discapacidad.

 

En ese encuentro personal, a distancia de la multitud, Jesús hace el “tratamiento”. Pone los dedos en las orejas, toca su lengua, suspira y dice “ábrete”. Imitando este gesto, en el bautismo también el sacerdote bendice las orejas y la boca del bebé, pidiendo a Dios que pronto pueda escuchar su Palabra y proclamar la fe. Es signo de la vida encarnada de Jesús que toca lo más profundo de nuestra condición humana, de nuestros dolores, de nuestros límites, para rescatarnos, sanarnos y elevarnos.

 

Y luego pide silencio ante el milagro, porque sabe que sólo se comprenderá a la luz de la Pascua. Pero la alegría es incontenible y genera la admiración de todos.

 

La sordera y la mudez pueden tener un sentido espiritual muy profundo. En primer lugar, ser incapaces de comunicarnos. Hay personas que sólo hablan o escuchan superficialmente, pero no son capaces de comunicarse a nivel de los sentimientos, de los afectos, del conocimiento.

 

De forma egoísta, vemos a nuestro alrededor (y también nosotros caemos) formas de violencia verbal que parecen ser conversaciones entre sordos. No sabemos o no queremos escuchar al otro, su necesidad. No hablamos desde el corazón. No hablamos con fundamento y con información fehaciente. Nos gusta la opinología y las fake news.

 

Decía ayer el Arzobispo de Buenos Aires en la homilía que predicó en Santiago del Estero, con ocasión del comienzo del primado de esa diócesis en la Iglesia en Argentina: “Nosotros queremos hacernos cargo que no nos sabemos escuchar; que, en lugar de oír al otro, lo que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos. No sabemos comunicarnos, estamos esperando que el otro termine de hablar para imponer nuestro punto de vista.


Así como existen los tapones de cera, que para sacarlos la cultura popular recomienda el uso de cucuruchos de papel, también podemos tener tapones ideológicos que nos hacen intolerantes; tapones de soberbia intelectual que nos hacen dueños de la verdad que opinan de todos los temas; tapones del relato, porque nos construimos nuestra propia realidad dando respuestas a preguntas que nadie se hace y diciendo palabras que a nadie le interesa escuchar ni le sirven; los tapones del siempre se hizo así, apagando la creatividad de lo nuevo; los tapones de la nostalgia, creyendo que todo tiempo pasado fue mejor.

 

Señor, sufrimos de estas sorderas hace mucho tiempo, y por no escucharnos, nos gritamos, nos maltratamos, nos lastimamos. Porque nos hemos quedado sordos y mudos delante del dolor y el sufrimiento de los más pobres y marginados, de los esclavizados por las adicciones, de los que sufren la soledad enfermos o ancianos, de los migrantes que dejaron su tierra, de los niños que sufren silenciosamente hambre o maltrato.”

 

Nos cuesta escuchar y hablar de Dios. Las distracciones en la celebración y en la catequesis, o la tibieza para anunciar la fe, pueden echar raíces en un corazón tibio. No contamos a otros lo que Dios hizo en nosotros, no invitamos lo suficiente a hacer experiencia de Cristo.

 

Finalmente, nos cuesta escuchar y hablar a Dios. Esta tibieza espiritual originada por un excesivo materialismo y tanta estimulación audiovisual, nos lleva a encerrarnos en nosotros mismos. Postergamos la oración, a la que vemos rutinaria, en lugar de hablar con el Señor como un amigo habla con su amigo, escuchar y discernir su voluntad.

 

Para todo esto: necesitamos que el Señor abra nuestros oídos y suelte nuestra lengua. El Señor nos abra los oídos y los labios de nuestro corazón: para escucharlo a él y a los hermanos, y para anunciar el Evangelio con obras y palabras. Pidámoslo con fe.

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