Homilía la Santa Misa del XXVI domingo durante el año
El evangelio de este domingo comienza con un momento de tensión, con un conflicto. El discípulo Juan le cuenta a Jesús, su Maestro, algo que vio, algo de lo que fue testigo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre». Lo que parece una buena noticia, se torna pronto una situación difícil: «tratamos de impedírselo porque no es uno de los nuestros». Tratamos, pero no pudieron, porque el bien siempre logra filtrarse a través de las rivalidades humanas.
Los discípulos reconocen que había un bien que se hacía en nombre de Jesús, la sanación y liberación de una persona; pero, al no ser del grupo de ellos, sienten que deben prohibirlo. En el fondo, quizás haya celos, envidia o mera rivalidad.
Pero Jesús les da una enseñanza muy importante, también para nosotros: «nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí; el que no está contra nosotros, está con nosotros». Es decir, que los discípulos no deben levantar muros que dividan donde hay algo que une: Jesús.
Esta situación de los discípulos, es una experiencia humana desde el comienzo de los tiempos, fruto del pecado original. El pecado original ha puesto al hombre contra sí mismo, de modo tal que podemos aplicar a las consecuencias del pecado original la tradicional frase de Thomas Hobbes: “homo homini lupus” (el hombre lobo del hombre).
Desde siempre, las personas como seres sociales buscan asociarse con los que piensan como uno, rivalizando contra otros grupos y tratando de eliminar al otro que no hace como yo. La diferencia se ve como amenaza, en lugar de reconocerse como don de Dios que enriquece a la sociedad y a la humanidad.
Miremos nuestra sociedad de hoy. ¡Cuánta violencia vemos en la política! Defenestrando a quien piensa distinto, levantando murallas entre ideologías con pensamiento monolítico que se atribuyen la verdad revelada frente a los desafíos. Violencia verbal y simbólica, que se cuela a través de lo mediático, donde muchos noticieros confunden informar con comentar, y donde las editoriales son largos monólogos de quienes sólo se escuchan a sí mismos.
Violencia que vemos en la calle todos los días, en la inseguridad, en el flagelo de la droga, en la pobreza que sigue creciendo en la patria bendita del pan. Y resulta más fácil para quienes están investidos de responsabilidad invisibilizar al otro que dar respuestas concretas que ayuden a salir adelante: es mejor hacer callar al otro, sacarlo de la vereda, meterlo en la cárcel cuanto antes.
Pensemos en nuestra vida cotidiana. ¿Cuántas veces también nosotros hemos levantado muros y generado divisiones, en lugar de tender puentes y diálogos?
No nos olvidemos, queridos hermanos, que cada ser humano tiene una dignidad infinita, dada no por su utilidad para el mercado y la producción, sino por su ser imagen y semejanza de Dios. Cada ser humano es sagrado en su integridad de cuerpo y alma. Y más aún si está bautizado y fue revestido de Cristo: una dignidad infinitamente mayor.
Por eso, la tarea se hace necesaria: debemos ser constructores de puentes y caminos, no de paredes o persianas.