[Testimonio a la luz del servicio diaconal en la liturgia]
En marzo de este año, junto a tres compañeros, recibimos el Orden del diaconado. Ya luego de nueve hermosos meses, nos preparamos para recibir la gracia del presbiterado en apenas unos días más.
Son muchos los cambios que se dan al interior de aquel que recibe este Sacramento, y si me pusiera a enumerarlos seguramente podría escribir unas cuantas hojas. Sin embargo, uno de los cambios mas notorios y fuertes es el de administrar algunos sacramentos -Bautismo y Matrimonio-.
Personalmente puedo compartirles que uno pasa por diversos estadios con respecto a las celebraciones litúrgicas y los Sacramentos. Desde el miedo a equivocarse, pasando por la vergüenza a exponerse, el temor a decir algo que no corresponde, perderse en la lectura de las fórmulas, confundir los santos oleos del bautismo, ¡y unas cuantas cosas más! Pero superado el temor del principiante y yendo un poco más al fondo de la cuestión, quiero compartirles una intuición que viene acompañándome desde el comienzo de mi joven ministerio:
La celebración de los Sacramentos es una Gracia y un desafío.
Por un lado, la Gracia. No se puede ocultar que al celebrar junto a la asamblea de los fieles los sacramentos -en mi caso aquellos propios de los diáconos- experimenta uno en todo su ser la inmensidad de la Gracia de Dios, que nos permite, aun siendo barro, ser testigos privilegiados de la vida de nuestros hermanos, ya sea en el inicio de la vida con el Bautismo, ya sea en el paso de formar una familia fundada en el amor de Jesús.
Los sacramentos, y también los sacramentales, nos ubican de plano en el lugar que nos corresponde: el de simples y humildes trabajadores de la viña de Dios. Ya que, como bien hemos aprendido desde la catequesis: los sacramentos son signos eficaces de la Gracia divina. Es cierto que la habilidad personal de cada uno puede añadir o quitar a la experiencia sensible, pero lo grande de la cuestión, la comunicación de la Gracia es por completo obra del buen Dios que se sirve de nuestras manos y voces para hacer visible el amor que tiene por cada uno de nosotros.
Es también la Gracia inmerecida de hacer presente y hablar en nombre de la Iglesia, una Iglesia que se alegra de recibir, de anunciar, de consolar.
Por otro lado, un desafío. El lenguaje de los ritos, la liturgia, es un lenguaje rico y profundo. Cada palabra, cada gesto, aroma, color, importa y hacen que la Gracia invisible se haga, de algún modo, visible a nuestros ojos.
Esto es un desafío, porque implica aprender a hablar en un lenguaje poco habitual, y al menos para mí, un poco desconocido. El lenguaje sacramental.
Esta dinámica de comunicación, con gestos y palabras, hacen que uno deba pensar lo que esta haciendo y diciendo. Incluso cuando aparecen los temidos silencios. Nos invita a salir de una lógica humana donde siempre hay que decir algo y nos introduce en una lógica divina, donde todo sucede por y para algo.
Algo similar ocurre con los sacramentales, el gesto de la bendición, el agua, la imposición de las manos, generan una comunicación que no necesita tanto de palabras elocuentes o inteligentes, sino la certeza de la bendición de Dios -no nuestra- que acompaña a nuestros hermanos en cada paso importante de la vida.
Sin dudas que hay mucho para decir, y otros podrán expresarlo mucho mejor que yo, pero quiero quedarme con estas dos dimensiones, estas dos palabras: Gracia y desafío.
¡Qué bueno es experimentar el regalo de ser simples trabajadores en una obra más grande! ¡Qué bueno es sentirnos desafiados por el siempre nuevo y creativo «lenguaje de Dios»!
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Franco Lombisano
Diácono
Arquidiócesis de Buenos Aires
IG: @franco.lombi
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