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  • Foto del escritorPbro. Claudio Matías Barrio De Lázzari

La liturgia como orquesta

Los fines y los ministerios de la liturgia

Introducción

Me propongo en estos párrafos ofrecer una pequeña meditación que relacione la liturgia con una orquesta, en el sentido de sus fines y de los ministerios que se desarrollan en ella. Poder mirar en ella la diversidad armónicamente unida por la presencia de Cristo y la acción admirable del Espíritu Santo.

Una obra para otro: el doble fin de la liturgia

Así como los músicos en la orquesta no tocan para sí mismos sino para otros que los escuchan y, percibiendo la belleza de la música, pueden disfrutarla y gozar, así también la Iglesia reunida para celebrar al Señor, tiene como un fin la glorificación de Dios. En un primer sentido, podemos decir que la liturgia es una obra para otro porque la Iglesia celebra los santos misterios buscando glorificar a su Señor: con la alabanza, la acción de gracias, la bendición.

Pero los mismos músicos no son indiferentes en su acción musical: también ellos se deleitan en la obra que ejecutan; a ellos también les inunda la belleza del arte. Por eso, relacionando con el tema que tratamos, el otro fin de la liturgia también se refiere a la Iglesia y a cada cristiano: ser santificados, participar cada vez más de la vida de Dios.

Así lo dice el Concilio Vaticano II: “Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa, la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre Eterno.”[1]

Muchas personas a veces dicen «ir» a Misa «porque les hace bien». Y es verdad: la Celebración Eucarística santifica a los cristianos. Más evidentes aún son el Sacramento del Bautismo o de la Reconciliación, por los cuales somos regenerados y santificados en Cristo. ¡¡Cuánto bien nos hacen!! Pero: ¿qué pasa si no «sienten» eso, si no se da en la experiencia sensible el que les haga bien? ¿Acaso se reduce el valor de la Misa a la experiencia sensible? No, por supuesto. Celebramos la Misa (y toda liturgia) ante todo para dar gloria a Dios, con gratuidad. Por eso, hay un movimiento ascendente: alabar, bendecir, dar gracias, suplicar.

Así como los músicos de la orquesta tocan especialmente para deleite del público, así nosotros vivimos la sagrada liturgia “para alabanza y gloria de su Nombre”.

La diversidad de instrumentos: los ministerios litúrgicos

Los instrumentos de una orquesta no son todos iguales. Aún en las composiciones musicales para dos o más instrumentos, siempre hay una variedad que enriquece la música. «Cuarteto de cuerdas», por ejemplo, no significa «cuatro violines». Y ni hablar de las grandes orquestas sinfónicas, que hasta pueden integrar instrumentos autóctonos de los más variados. La variedad de instrumentos, de coloraturas, de timbres, de materiales, favorece la expresión de la belleza.

Comparando con la liturgia, como adelanté, podemos pensar en los ministerios litúrgicos: tanta variedad de personas realizando diversas funciones. Los lectores, el salmista, el presidente, los ostiarios, el ministerio de música, los acólitos o monaguillos, los ministros de la comunión, las colectoras, etc. Y, como en una orquesta, todos unidos ejecutando la sagrada acción litúrgica para gloria y alabanza del Señor. Es una epifanía de la Iglesia, unida en la diversidad de carismas y ministerios en un único Pueblo-Cuerpo-Templo.

En toda orquesta (también pasa en los coros), los músicos ejecutan una determinada línea musical que se plasma en la partitura propia. Deben concentrarse profesionalmente en el estudio de su propio instrumento, sin perder de vista el contexto general de la obra. Pero sería erróneo si el violín se equivocara y comenzara a tocar la línea melódica de la trompeta, por ejemplo, o de la soprano que canta: la obra quedaría cambiada totalmente.

Lo mismo en las celebraciones litúrgicas. Nos dice el Santo Concilio que “en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas”.[2]

Recuerdo que, en la cuarentena decretada por la pandemia, en las celebraciones litúrgicas los sacerdotes teníamos que hacer todo: presidir (por supuesto), leer las lecturas, cantar, acercar los dones al altar, prender las velas… Y a muchos nos han llamado los «pulpitos», por tener tantos brazos. Sin embargo, esto que aconteció no es lo habitual. Las distintas tareas deben repartirse entre los fieles, de tal manera que se exprese la unidad de la Iglesia en la variedad de ministerios y carismas.

Tantas veces sucede que hay personas que se rehúsan a hacer algún ministerio. El famoso: «Padre, hoy no traje anteojos». Hay una natural timidez, excusable totalmente. Pero quien asiste a la celebración litúrgica, como dice la Iglesia, no como “extraño y mudo espectador”[3] sino con una participación consciente, activa y piadosa[4], no debe menos que estar disponible ante la necesidad y la invitación de «hacer algo en la Misa».

Sin embargo, este «hacer algo» no se debe confundir con la participación consciente, activa y piadosa[5] que el Señor espera de nosotros. Porque participar de la Misa no es lo mismo que «hacer algo». Participar es celebrar al Señor unido con los hermanos, y si no hago nada estoy participando igual de la liturgia.

La armonía musical: el amor del pueblo de Dios

Hay algo que, en las orquestas, garantiza una armonía musical: la afinación. Que todos toquen en la misma tonalidad, obedeciendo la partitura propuesta y aportando lo propio para una interpretación adecuada. Al comienzo de la obra, los músicos hacen sonar los instrumentos en una misma nota que el director propone para afinar. Y al comienzo de la partitura, la armadura de la clave permite percibir la tonalidad en la cual se interpreta la obra.

Haciendo una analogía con la liturgia y con nuestra vida cristiana, la afinación se obtiene cuando los corazones laten con la misma caridad de Cristo. Su mismo amor entregado en el altar de la Cruz, y derramado por el Espíritu Santo en los fieles, provoca en nosotros una «concordancia», una unión de corazones. Y esto es necesario, pues la liturgia no es otra cosa que la participación de la Iglesia en la oración que Cristo eleva al Padre por todos los hombres, varones y mujeres.

Esa «afinación espiritual» fruto de la caridad de Cristo que se derrama en nosotros por el Espíritu, origina una «armonía musical», es decir, un amor del pueblo de Dios hacia su Señor que permite alabarlo, bendecirlo, adorarlo, glorificarlo, darle gracias, suplicarle. La liturgia, en el fondo, se trata de amor.

La dirección orquestal: el ministerio de la presidencia

La orquesta puede ejecutar la música con libertad y responsabilidad, con armonía y vivacidad, gracias al trabajo del director. Su tarea es imprescindible para que todo se articule orgánicamente y la calidad musical se convierta en un deleite para los oyentes. Podemos decir que el director es insustituible: ensaya con la orquesta, toma nota de cambios y de avisos que debe dar, recuerda las entradas de los instrumentos (o de las voces en el caso de un coro), marca el carácter en que se deben ejecutar las partes de la pieza musical, etcétera.

El Señor Jesús ha querido para la liturgia de la Iglesia el ministerio de la presidencia. Podemos decir que es parte de la Sagrada Tradición que exista alguien que presida la asamblea litúrgica. Los ministros ordenados tienen esta función como consecuencia de su misma ordenación. Pero también hay celebraciones litúrgicas presididas por religiosos y laicos: exequias, bautismos y matrimonios (en los casos debidamente autorizados por un obispo), liturgia de las horas, bendiciones.

En ambos casos, sea el que preside ordenado o no, la presidencia es un ministerio, un servicio a la Iglesia que se congrega para celebrar al Señor en la sagrada liturgia. Dice el Concilio Vaticano II, retomando la enseñanza de san Agustín: “Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza”.[6] En el caso de los sacerdotes (obispos y presbíteros), la presidencia de los sacramentos se da in persona Christi, en la persona de Cristo, de manera tal de garantizar la eficacia de los sacramentos más allá de la santidad o las cualidades del sacerdote. Dice el Papa Francisco: “El ministro ordenado es en sí mismo uno de los modos de presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única, diferente de cualquier otra.”[7]

Quien preside, como el director de una orquesta, tiene que preparar las celebraciones «con» los fieles, buscando esa armonía en los corazones fruto de la caridad de Cristo derramada por el Espíritu Santo.

Conclusión

A lo largo de estos párrafos, he podido meditar sobre la realidad de la liturgia haciendo una comparación con una orquesta, con todo lo que conlleva: unidad en la diversidad, los fines a los que tiende y la dirección musical.

Espero que haya servido para crecer en el amor a la sagrada liturgia, y poder celebrarla con muchísima más fe y amor.

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Pbro. Claudio Matías Barrio De Lázzari

Sacerdote, Arq. de Buenos Aires

matidlz@gmail.com

[1]Constitución «Sacrosanctum Concilium» sobre la sagrada liturgia, n. 7 [2]Ibíd., n. 28 [3]Ibíd., n. 48 [4]Ibíd. [5]Ibíd. [6]Ibíd., n. 7; San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 6,5-8 [7]Francisco, Carta apostólica «Desiderio desideravi» sobre la formación litúrgica del pueblo de Dios, n. 57; parafrasea SC 7.



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